martes, 12 de mayo de 2009

Proyecto Venona

Los Secretos de Venona es una historia de espías. Pero no del tipo usual. Las historias de espías típicas son ficciones que trata de parecerse a la realidad. La historia de Herbert Romerstein y Eric Breindel es una realidad que trata de desmentir ficciones - algunas de las cuales tienen más de 50 años.

Las pruebas desenterradas por los autores han estado encerradas durante el último medio siglo en algunos de los archivos más secretos del gobierno de Estados Unidos y fuera del alcance de los que discutieron, pública y apasionadamente, el tema del espionaje soviético en Estados Unidos. Como tal, Los Secretos de Venona son un estudio sobre lo que el gobierno de Estados Unidos supo y cuando lo supo. Y la conclusión es que supo mucho, y mucho antes que el resto de nosotros.

Venona fue el nombre que se le dio al esfuerzo por interceptar y descifrar las transmisiones que salían durante la II Guerra Mundial de los trasmisores radiales ubicados en el techo de la Embajada Soviética en Washington, así como de los mensajes enviados desde las misiones soviéticas en Nueva York y San Francisco. En 1954, más de 20,000 de esos mensajes habían sido interceptados y transcritos. Con todo, capturar las señales es una cosa y descifrar el código es otra muy distinta. En 1995 se desclasificaron poco menos de 3,000 mensajes de Venona que había sido parcial o totalmente descifrados.

Breindel y Romerstein no hacen énfasis en la hazaña técnica que significó romper el código, algo realmente asombroso. Sólo pudo conseguirse porque los soviéticos cometieron un pequeño error. Volvieron a usar claves de código que sólo deberían de usarse una sola vez. Las claves permitían al receptor transformar las series de números aleatorios en letras. Sólo repitieron esas claves durante unos pocos meses a principios de 1942 pero eso bastó para abrirle una brecha a los expertos norteamericanos. Es asombroso pero los mensajes interceptados no fueron descifrados por poderosas computadoras sino por seres humanos armados de lápices y poderosas mentes matemáticas. Esos hombres tuvieron que revisar miles de páginas llenas de números sin ningún orden aparente. Parece imposible pero encontraron patrones, y tradujeron los números a letras cirílicas, un alfabeto que la mayoría de ellos ni siquiera conocía.

A fines de 1946, los expertos del ejéricto norteamericano en la instalación militar de Arlington Hall descifraron un mensaje que indicaba que los soviéticos habían penetrado el proyecto de la bomba atómica norteamericana y que Stalin había estado recibiendo informes sobre el programa atómico nortemericano desde 1941. Eso no sólo significa que Harry Truman sólo supo que Estados Unidos tenía la bomba cuando llegó a la presidencia – como se ha comentado muchas veces - sino que se enteró después de Stalin. Cuando Truman hizo un aparte con Stalin en la Conferencia de Postdam para su hacer su cautelosa declaración de que Estados Unidos había probado exitosamente “un arma de insólita fuerza destructiva’’, Stalin lo sabía desde hacía dos semanas, cortesía de un mensaje de “Mlad” y “Charles” – los pseudónimos de los espías Theodore Hall y Klaus Fuchs, que estaba en Los Alamos ayudando a preparar el ensayo de la bomba.

Si en algunos casos Venoma confirma categóricamente la identidad de algunos espías soviéticos, en otros casos los mensajes interceptados estrechan el círculo pero se quedan cortos de la absoluta certidumbre. Considere el caso de J. Robert Oppenheimer, el físico atómico, considerado desde hace mucho tiempo sospechoso de haber pasado secretos atómicos a los soviéticos. Cuando a Oppenheimer se le negó autorización parta tener acceso a material confidencial en 1954, se hizo porque muchos de sus amigos eran comunistas americanos. Lo que Venona muestra es que muchos de esos mismos amigos no sólo eran miembros del Partido Comunista sino que estaban activamente implicados en actividades de espionaje en contra de Estados Unidos, y que tenían priorizado el reclutamiento de Openheimer. Venona, sin embargo, no puede asegurar que sus esfuerzos hayan tenido éxito.

Esas dudas no existen en relación con Harry Hopkins, el asesor de Franklin Delano Roosevelt que, en los años de la guerra, fue ganando un papel cada vez más importante en relaciones exteriores y asuntos de seguridad nacional. Las simpatías de Hpkins por los soviéticos tomaron formas insólitas: como jefe del Lend-Lease, Hopkins intervino para presionar la aprobación de una solicitud soviética, considerada sumamente sospechosa por altos funcionarios del Ejército, de varias toneladas de uranio de una compañía química de Nueva York. Bajo presión de Hopkins, la exportación de uranio fue aprobada. Afortunadamente, la compañía no pudo satisfacer el pedido soviético.

No fue la única ocasión, según Romerstein y Breidel, en que Hopkins aprovechó su posición oficial para ayudar a los soviéticos. Durante el final europeo de la II Guerra Mundial, cuando el ejército polaco cladestino se alzó contra los nazis, FDR y Churchill presionaron a Stalin para que pemitiera aterrizar aviones con abastecimientos para las asediadas tropas polacas. Stalin, que quería “liberar” Polonia se negó tajantemente porque quería dar tiempo a que los nazis aniquilaran a los rebeldes polacos. En un momento crítico, cuando Roosevelt había perdido interés en el asunto, Hopkins le dijo al Segundo Jefe de Operaciones (de las Fuerzas Aéreas Estratégicas de Estados Unidos en Europa) de su interés en retener cables de Winston Churchill o del embajador norteamericano en Londres que pudieran reavivar el interés del presidente norteamericano. Más tarde, en mayo de 1945, el presidente Truman envió a Hopkins a Moscú para que se reuniera con Stalin. Aunque la posición oficial de Estados Unidos era presionar a favor de la celebración de elecciones libres en la Europa del este, Hopkins no dijo nada sobre el problema de las elecciones y, en vez de eso, le dijo al dictador soviético que Estados Unidos quería “una Polonia amiga de la Unión soviética y que, en realidad, quería ver países amigos a lo largo de toda la frontera soviética”.

Aunque anteriores comentaristas han caracterizado a Hopkins simplemente como “un liberal apresurado” o inclusive, como “un agente inconsciente” de la Unión Soviética, un mensaje Venona de mayo de 1943 sugiere una realidad mucho más dura: el importante “Agente 19” que transmitió las minutas de la reunión privada entre Churchill y Roosevelt a los soviéticos no era otro que Harry Hopkins.

Aunque algunos de los agentes cuyas identidades quedan confirmadas por Venona son nombre bien conocidos de cualquiera que esté familiarizado con la audiencias del Comité de Actividades Antinorteamericanas - Alger Hiss, Julius y Ethel Rosenberg, etc – otros son prácticamente desconocidos, son los que pudiéramos llamar los héroes anónimos del espionaje soviético. Tomemos el caso de Theodore Hall, por ejemplo, un brillante y excéntrico graduado de Harvard, que se alistó en el proyecto norteamericano para fabricar la bomba atómica. Hall era un fanático miembro de la Liga de la Juventud Comunista e informaba regularmente a sus jefes, los espías soviéticos, sobre el progreso de las armas atómicas norteamericanas.

Hall fue interrogado por el FBI en 1950 cuando el descifrado de un mensaje Venona lo implicaba en espionaje atómico. Hall mintió sobre su participación, paralizando de hecho al FBI puesto que el gobierno no estaba dispuesto a establecer casos contra espías soviéticos basado solamente en los mensajes Venona descifrados. Hacerlo hubiera alertado a los soviéticos. Sin haber sido encausado, Hall se mudó a Inglaterra en 1962 donde fue entrevistado por Romerstein en 1995. Cuando le mostraron los mensajes Venona que comprobaban su vida como espía, Hall se negó a confirmarlo aunque, según Romerstein, “expresó preocupación porque, aun después de tanto tiempo, pudiera ser encausado’’.

El episodio de Hall es un simple ejemplo de lo que el cuidadoso trabajo detectivesco de Romerstein y Breindel muestra con mucho detalle: como la Unión Soviética espiaba agresviamente contra Estados Unidos, convirtiendo a cierto número de norteamericanos, algunos de ellos en los más altos niveles del gobierno, en agentes soviéticos. Esos agente ayudaron a la URSS a obtener armas nucleares mucho más rápidamente de que lo hubiera podido hacerlo de otra forma. Influyeron en la política de Estados Unidos hacia la URSS durante la guerra, así como durante la postguerra ayudando a los soviéticos a erigir su imperio de estados títeres en la Europa de este. En su trabajo, estos espías tuvieron la ayuda de sus activos apologistas norteamericanos, los “anti-anticomunistas” que denunciaban lo que calificaban de “cacería de brujas”, así como de funcionarios tan avergonzados de la magnitud de la infiltración que no podían soportar la vergüenza de hacerla pública.

Todo esto hace de Los Secretos de Venona una fascinante historia de espionaje pese a tratar de acontecimientos que sucedieron hace medio siglo.

Para Eric Breindel, que murió en 1998 a los 42 años, este volumen representa el trabajo de una vida trágicamente truncada. Para Romerstein, que vio culminar el proyecto, es el fruto de toda una vida en busca de una verdad que muchos no querían ver revelada. Con su enciclopédico conocimiento del Partido Comunista de Estados Unidos, del espionaje soviético, así como de los movimientos “progresistas” y “por la paz” radicados en Estados Unidos, Herbert Romerstein está en una posición perfecta para revelar el enigma de del espionaje soviético en Estados Unidos. Las conclusiones que saquemos de lo que él y Breindel han descifrado dirá mucho sobre nuestro interés en separar la realidad de la ficción en nuestra comprensión de la Guerra Fría.

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